¡El problema no eres tú, el problema somos todos!

Revista Fucsia – Noviembre 2 de 2011

¡El problema no eres tú!; “El problema somos todos”

Con frecuencia creemos que las dificultades de los seres humanos le corresponden a y son responsabilidad de quienes las atraviesan y sufren –únicamente-. Si bien no podemos desconocer que cada persona tiene un mundo propio y, sobre todo un “modo propio” de ver y vivir las situaciones que se le presentan, acudir a su contexto, es una tarea obligada.

Algunos psicólogos nos alertan que cada individuo con su “propio mundo” está en medio de una batalla entre múltiples fuerzas que lo modifican. Luego, si queremos conocer y comprender a las personas, es necesario mirar lo que hay alrededor de éstas y con quienes se relaciona. Los  problemas de los individuos se comprenden de una manera más adecuada cuando se ven de manera unificada y no como una colección de fragmentos sin tener en cuenta a la persona y lo que la rodea; ¡las dificultades no pueden existir como cosas o hechos aislados!

Cada persona se puede entender mejor cuando observamos sus relaciones y su medio. Nuestro mundo interior se conecta y también se refleja en nuestras relaciones. Ninguno de nosotros está aislado del mundo y de las otras personas que nos rodean. Así, cuando hacemos algo, su efecto puede no sólo impactarnos directamente sino también a las personas que nos rodean y con las que nos relacionamos pues cada dificultad involucra a más de una persona y a más de una situación.

Existen con frecuencia casos que se me presentan en consulta como hombres y mujeres adolescentes quienes se quejan por haber perdido el “norte de su vida”.  Muchos de ellos se sienten “perdidos” y envueltos en situaciones de múltiples conflictos. Si vemos este proceso desde la mirada que acá sugiero, de pronto encontremos que dichos adolescentes no quieren perder el “norte” por sí mismo, sino que con esto mantienen unidos a sus papás quienes están pensando en divorciarse.

Puede también suceder algo similar desde los padres hacia sus hijos. Por ejemplo, hace poco un padre de familia insistía en que viera a su hija pues se ‘orinaba’ en la cama, situación que como cónyuges los tenía incómodos y entre más lo hacía ¡más la regañaban! Y ella por su parte, sufría. Cuándo le dije que los vería a ellos me dijo: “es que no sé si me esté entendiendo que la llamo por que la que tiene el problema es mi hija, no nosotros”. Fue claro para mí que como padres tenían la creencia que la dificultad era responsabilidad única de su hija, no de todo el sistema familiar.

Comenzadas las sesiones, pude darme cuenta que éste era un padre sobreprotector –la vestía a su gusto, dormía con ella hasta que conciliara el sueño, le impedía ciertas amistades, le daba de comer -imposibilitándola aún más a desarrollar su propia independencia-, entre otras. Su madre, por el contrario, se mostraba ausente, sus altos cargos y su estilo de vida la imposibilitaban a compartir tiempo con ella a tal punto que la cercanía afectiva y la atención hacia su hija y su marido era inconstante.

La vida en este hogar no revelaba una convivencia pacífica ni libre. Las “echadas en cara” no cesaban entre los padres, parecían existir acuerdos secretos -justamente frente a la crianza de los hijos-. Era evidente que la dificultad de esta niña no podía ser atribuida ni responsabilidad sólo de ella.

Comprendido esto y, siguiendo a Jay Haley cuándo sugiere que los síntomas de los niños son metáfora de lo que pasa con sus papás, les pregunté que ¿cómo se querían seguir relacionando?, que ¿cómo se colaboraban y cómo se solidarizaban?, pues teníamos –si querían generar un cambio-, que parar de recibir quejas el uno del otro. No podía el uno mandar y el otro obedecer; había que equilibrar la situación y ponerse de acuerdo para construir tiempo juntos en familia.

Reconocieron que “esto” que les sucedía a nivel de pareja -la falta de tiempo compartido, las diferencias en la crianza, las peleas, la interacción que cada uno había establecido con su hija, entre otros-, hacía que finalmente no sólo sufriera ella  sino ellos también-, y no se explicaban ¡cómo la habían regañado de esa manera!

Dispuestos a recuperar su vida conyugal y, –sin meter a su hija pues ella no tenía por qué sufrir lo que sucediera entre sus padres, y bastante cuenta se daba pues ¡los niños son niños pero no bobos!; como lo he conversado con distintos padres de familia- y, proponiéndose poco a poco a cambiar las pautas de  interacción de cada uno con su hija, reconocieron que el comportamiento de ella se relacionaba con las condiciones de vida que tenía en casa, además de las de su colegio, amigas y otros contextos. “El problema no es mi hija, “!el problema somos todos!”, creo que lo hemos entendido diferente, -me decían-.

Hicimos sin embargo, un fuerte énfasis –nuevamente- en las pautas de interacción generadas en esta familia, más no es sus “intenciones” que como padres o hija hubiesen tenido los unos con los otros.

Estos casos demuestran lo importante de ver los problemas que son “aparentemente de una sola  persona”, teniendo en cuenta el mundo de relaciones que los rodean. Las familias son unidades integrales, vivientes y poderosas donde todos juegan un papel vital en la vida de los otros miembros.

Las relaciones entre los seres humanos se construyen dentro de una cadena de relaciones de orden circular –no lineal-, en la cual todos estamos conectados en un continuo que no busca ni principios, ni finales, en dónde todo sucede de manera corresponsable, sin desconocer la experiencia personal, por supuesto, y en la cual se desafía la idea de causas y efectos.

Antes decían, mira en tu interior para encontrar las raíces de tu problema. Hoy, ¡podemos comprender y conocer al individuo acudiendo a sus relaciones y a su contexto!